El enemigo del campo no está fuera de Europa, sino que está muy cerca, sentado en los mismos organismos e instituciones, tanto nacionales como comunitarios, que se erigen en salvaguarda de nuestros agricultores, pescadores y ganaderos. El origen de la grave crisis que atraviesa del sector primario no es el libre comercio, que posibilita la llegada de alimentos procedentes de terceros países a menor precio, sino la pérdida de competitividad del agro continental como consecuencia de las absurdas regulaciones y costes que imponen los burócratas.
El verdadero problema del campo se llama Política Agraria Común (PAC). Las protestas del sector se extienden como una mancha de aceite por toda Europa ante la creciente asfixia normativa y fiscal que, desde hace tiempo, pero cada vez con más intensidad, impone la UE y sus Estados miembros. Irlanda, Holanda, Alemania, Francia, Italia, Bélgica, Alemania, Polonia, Rumanía y ahora también España.
Todos los afectados, con independencia del país de origen, coinciden en que las políticas agrícolas y ambientalistas impulsadas desde Bruselas, sobre todo en los últimos años, ponen en serios aprietos la supervivencia de miles de granjas y explotaciones, especialmente las más pequeñas, debido al aumento de los costes laborales, energéticos y burocráticos, ya que les dificulta enormemente competir con los productos de fuera.
La nueva PAC, vigente para el período 2023-2027, contempla el reparto de 7.150 millones de euros al año entre 650.000 agricultores y ganaderos españoles, tocando así a una media de unos 11.000 euros por cabeza. Pero nada es gratis, y aún menos cuando el Estado se mete por medio. Y es que, a cambio de estas cuantiosas subvenciones, los políticos europeos se han convertido en los auténticos dueños y señores de este sector, puesto que son ellos, y no los propietarios de tierra y negocios, quienes deciden qué, cuánto y cómo producir, determinando así la esencia misma de esta actividad económica.
Los «eco-regímenes», donde se prima la consecución de objetivos medioambientales con la siempre manida excusa de combatir el calentamiento global mediante la rotación de cultivos, la reducción de pesticidas, el incremento obligatorio de superficie ecológica y, en general, el desarrollo de nuevas prácticas productivas mucho más costosas; la introducción de los cuadernos de explotación digitalizados para llevar el control y seguimiento de las explotaciones, cuya complejidad cuesta tiempo y dinero; las nuevas restricciones en el uso de semillas, fertilizantes y fitosanitarios, de efectividad menor y precio mayor de los que se permiten fuera; las trabas para contratar en origen mano de obra extracomunitaria; el alto coste de la energía, junto con la amenaza de eliminar las bonificaciones fiscales al diésel; el animalismo imperante, con leyes de «bienestar» y «protección» que causan la ruina de muchas explotaciones; las cada vez mayores y desproporcionadas exigencias de «calidad» y «seguridad» de los alimentos, que, en realidad, no son más que barreras de entrada a la competencia… La lista de condiciones y exigencias de todo tipo resulta, sencillamente, abrumadora.
«La planificación agrícola por parte del Estado o, lo que es lo mismo, la PAC, es es la raíz del problema»
El campo ha vendido su alma al diablo, otorgando voluntaria y gustosamente el control de sus granjas a su peor enemigo, los gobiernos. Normal, pues, que luego lleguen los lloros. Planificación agrícola por parte del Estado o, lo que es lo mismo, PAC. Ésta y no otra es la raíz del problema. Y, sin embargo, lejos de apuntar al culpable, las protestas de los damnificados por semejante despropósito no se centran en el poder político, sino, muy al contrario, en los competidores que llegan de fuera.
Lo que piden agricultores y ganaderos es un poco menos de burocracia, sí, pero, sobre todo, que la colosal losa normativa y fiscal que soportan sobre sus hombros se extienda a todas las importaciones alimentarias de la UE. ¿Para qué? Para eliminar a la competencia, de modo que los europeos, básicamente, sólo puedan consumir productos comunitarios a precios mucho más altos. Por desgracia, el objetivo a batir en esta nueva oleada de protestas no es la PAC, sino los acuerdos comerciales con Mercosur y Ucrania, con el único fin de dificultar y encarecer sus exportaciones. Temen el libre comercio, a sabiendas de que la competencia es mejor y se pueden hacer con parte del mercado continental.
Pero yerran profunda y trágicamente en su planteamiento. En primer lugar, porque el damnificado es el consumidor final, que paga doblemente mediante impuestos (subvenciones) y alimentos más caros. Y, sobre todo, porque semejante estrategia no soluciona nada, sino que agrava el problema. El campo europeo nada tiene que envidiar al de América, Ucrania o África. Nuestros agricultores y ganaderos son igual e incluso mucho mejores que el resto. El problema de fondo es que la UE les impide competir, lastrando su productividad mediante una maraña de normas que resulta muy lesiva.
La solución, por el contrario, consiste en eliminar la PAC y liberalizar de verdad el sector primario. Eso es, precisamente, lo que hizo Nueva Zelanda en los años 80, tras retirar todos los subsidios a la agricultura, ganadería y pesca, junto con la fijación de precios y el establecimiento de barreras comerciales. Apostó por el mercado y, como resultado, el campo neozelandés es hoy uno de los más productivos y prósperos del mundo. El problema es la PAC y, por tanto, hay que acabar con la PAC.